No
llueve. Hace frío pero no llueve. Y tampoco es que haga un frío
terrible, como el de aquellos inviernos de cuando era pequeño y me
abrigaban para ir al colegio como si me fuera a explorar el ártico con
Amundsen. Y como no hace frío, pues aprovecho para pasear entre, esa sí
omnipresente, niebla en la que nuestro Padre Duero nos envuelve para que
nadie pueda ver las miserias de la urbe, cada día más dejada de la mano de cualquier divinidad que se les pueda ocurrir o de institución política alguna.