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Esa mañana no salió de la cama. Esa mañana la radio sonó a las siete, él abrió los ojos, no vio por qué tenía que levantarse, se dio la vuelta e ignoró el son las siete de la mañana, las seis en la comunidad isleña. Lo que él no sabía es que el otro, al escuchar el arranque de la radio a las siete de la mañana se pasó la mano por la cara, se rascó la cabeza de manera distraída y se puso en pie, entró en el cuarto de baño, orinó, se lavó las manos y metió el café con leche en el microondas mientras las noticias de la mañana hacían eco desde el dormitorio.
Él seguía en la cama y no escuchó el ruido de la cisterna, ni el ping del microondas, ni el agua de la ducha, ni el abrir y cerrar de puertas, ni el tintineo de las llaves del otro al salir de casa.
El otro salió del portal y se dirigió a la boca del metro, un trasbordo, un largo pasillo, la salida que siempre estaba allí. Hacía frío, había niebla, la oficina, murmura un buenos días al que sólo responde el sonido de los teléfonos.
En su casa, en la suya y en la de él, también suena el teléfono. Él lo ignora desde la cama, hola, soy yo, bueno, no soy yo, es el contestador automático, ya sabes cómo funciona esto, piiiiii, ¿dónde estás?, llevo más de una hora esperándote, llámame.
La pantalla del ordenador no le deja parpadear. Al parecer, cuando trabajamos delante de un ordenador nuestro parpadeo se ralentiza e incluso se detiene. La pantalla del ordenador no le deja pensar. Sobre esto no hay estudios científicos pero se especula con que esas pantallas tan modernas se alimentan de la electricidad de nuestro sistema neuronal, ahorrándole a las empresas cuantiosas sumas en la tarifa eléctrica. Al parecer, las pantallas táctiles hacen lo mismo pero complementan lo anterior sirviéndose de nuestro sistema motriz.
Suena el teléfono, hola soy yo, bueno no soy yo, blablablabla, piiiiii, he tenido que irme, no podía esperarte más.
Pasan las horas, el otro rebobina su día, la pantalla se apaga, el dedo índice se aparta del botón de encendido del ordenador, camina hacia atrás, saíd soneub, gnir de los teléfonos, la misma niebla pero dada la vuelta, el metro que vuelve, la boca, el portal, la casa.
El otro no lo sabe, pero él hoy no ha ido a trabajar. Él sí que lo sabe porque a las siete de la mañana no salió de la cama, de hecho sigue allí mientras que el otro fue, volvió y ahora se ha preparado un sándwich y un café. No sabemos qué hora es porque la radio está apagada. No entra luz por la ventana porque están bajadas las persianas y aunque las subiera tampoco entraría porque hay niebla, lo que ahora los meteorólogos llaman jornadas de cielos invisibles, vamos, niebla. En el contestador, cinco mensajes, tres de ella, lleva esperándolo todo el día, dos de la oficina, mañana tenemos la presentación del proyecto con los chinos, buen trabajo, parece distraído, céntrese. Él ya lleva unos cuantos años esperando y otros tantos  distraído. No repara en que hoy no ha terminado ningún proyecto porque, como ya sabemos, no ha ido a trabajar y porque el otro escuchó antes que él los mensajes y los borró. Tampoco sabe que ella lleva todo el día esperándolo porque esos mensajes también se esfumaron cuando el otro pulsó el botón de eliminar todo.
¿Dónde te habías metido? Estaba en el estudio, como tú no te has levantado hoy yo tampoco, contestó el perro. Nosotros no podemos entender al perro porque no hablamos cánido, pero eso es lo que dijo con dos ladridos altos y enérgicos. Ahora sácame a la calle a pasear y cumple con tus obligaciones de custodio. Vamos, saldremos a dar un paseo. Menos mal que te lo he dicho yo porque si no te quedas en casa todo el día y mis esfínteres reventarían, que perro soy y puedo hacer mis necesidades donde quiera, pero mi dignidad cánida no me lo permite.
Se malvistió con un pantalón de pana y una chaqueta de lana gruesa bastante desgastada. Se miró en el espejo y se notó demacrado. Vamos, vamos, que la naturaleza apremia. Salieron a la calle, el perro se encaminó hacia el primer árbol.
El otro se sentó en el sofá, miró la televisión y después la encendió. No notó la diferencia entre verla encendida o apagada salvo por el ruido, pero le resultaba más estimulante el led rojo de la pantalla cuando estaba apagada. Lo miraba fijamente a ver cuánto era capaz de aguantar sin parpadear, en lo que era un experto como ya sabemos, y después intentaba batir su propia marca. El otro era un hombre de costumbres sencillas.
Volvió a casa. Ningún mensaje en el contestador. Cenó. Se metió en la cama. Hoy no se había duchado.