El otro día, por la mañana, al poco de
levantarme y disponerme a escribirles a ustedes esta columna semanal, me
encontré con que no tenía palabras. Más que encontrarme, me desencontré, porque
por mucho que buscaba y buscaba, no hallaba ningún término escrito o hablado
que pudiera expresar lo que quería contarles. Esa ausencia de palabras se
extendía también a la imposibilidad de atender a las llamadas telefónicas, al
hecho de ir a la compra y pedir una barra de pan, o a algo tan rutinario como
dar los buenos días a mis vecinos cuando coincidía con ellos en el ascensor.
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