El otro día, por la mañana, sonó el despertador de mi dormitorio y
cuando para apagarlo asomé la mano de debajo del universo cálido de mi edredón
nórdico, noté algo así como un escalofrío. Qué demonios, algo así como no, noté un
escalofrío. Al principio no le di demasiada importancia, pero sí cuando, tras
concederme esos típicos cinco minutos de cortesía remolona para salir de la cama,
subí la persiana, abrí la ventana y me encontré cara a cara con noviembre.
Seguir leyendo...